EL OLVIDO QUE SEREMOS

Si hemos nacido, moriremos. No hay mayor certeza sobre la tierra. Nos advertía Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir… llegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. O sea que, tengamos el bolsillo lleno o vacío, acabaremos todos en el mismo hoyo. Tánatos acecha cada día y despedaza nuestra estabilidad llevándose a familiares y amigos sin tomarse período de vacaciones. Sin embargo, parece que nos han educado en la negación de la muerte, en evitarla en conversaciones y en nuestros propios pensamientos. Porque asusta. Asusta mucho. Saber que un día dejaremos de respirar y que por nuestra carne correrá polvo y no sangre.

Todos los que ya tenemos una cierta edad recordamos los versos de Manrique, incluso de memoria. Nos los hacían leer en la escuela, sin entender muy bien de qué iban; luego, volvíamos a leerlos en el instituto (con un poco más de madurez pero tampoco mucha) para analizar las estrofas con sus encabalgamientos, sus hipérbatos, sus metáforas. La loa al padre fallecido para evitar que el tiempo lo borrara de la Historia. Para no dejarle caer en el olvido. Eso es amor y respeto por la mitad que te dio la vida. Del mismo modo, el colombiano Héctor Abad Faciolince nos ofrece aquí el retrato literario de su padre, profesor universitario de Medicina, activista político y social, asesinado en Medellín en 1987. No es casual que Manrique sea mencionado varias veces durante el libro, ya que Faciolince estira el hilo del verso manriqueño y cose en prosa los recuerdos sobre su padre.  Claramente,  El olvido que seremos guarda con la poesía elegíaca todas las semejanzas temáticas: la referencia a la ocasión de la muerte, la alabanza al difunto, la parte consolatoria, la referencia al enterramiento[1]; formando un conmovedor homenaje y una exaltación humanística de alguien que murió por enfrentarse al gobierno de su país a cara descubierta, empeñado en defender a los más desfavorecidos.

Faciolince concibe, no obstante la injusticia padecida, un libro de memorias contado desde la serenidad, exento de odios y represalias, tal como le inculcó su padre: “Mi papá nos enseñó a evitar la venganza”. Y es esta serenidad una decisión de estilo que traspasa todo el texto de principio a fin. Hay serenidad incluso cuando, en la última parte de la obra, el autor contextualiza la dolorosa muerte de su padre mediante un tono más periodístico, que incluye cartas, fragmentos de artículos, declaraciones en estilo directo con fechas y datos.

A partir de aquí el relato se transforma en una declaración crítica, contraria a los métodos violentos que exterminaron a miles de “opositores” en Colombia, muchos de ellos amigos y conocidos de la familia, algunos de los cuales se salvaron en el exilio. Y también expresa su incomodidad por la pasividad con que a veces los ciudadanos actuamos frente a la tragedia. Es, además, un alegato en defensa de los valientes que perdieron su vida por proteger una causa, porque en un país donde los problemas se solucionaban con el salvajismo más extremo, resulta de obligado ineludible destacar los nombres de aquellos que se atrevieron a alzar la voz y a señalar los atropellos que sufría la población, enfatizando sus aportaciones para impedir que acaben lapidados por el barro del olvido.

El libro es, en definitiva, un canto de amor y admiración. Recoge página tras página no solo las pasiones, convicciones y logros de su padre, sino también las pequeñas y grandes contradicciones familiares, profesionales o ideológicas, que lo vuelven más cercano y tierno. Es una canción a la grandeza de su progenitor, a la fortuna de tener un padre tan liberal, comprensivo y afectuoso. La forma en que trató a los hijos, el cariño físico y el apego emocional que profesaba a la familia es, a mi modo de ver, la mejor cualidad que se extrae de este héroe popular. Porque, en realidad, el libro se transfigura finalmente en una lección para la crianza y la educación de los hijos. La instrucción a través de las muestras de amor, de la transmisión de conocimientos, de un espacio de libertad que tu padre construye para ti desde la infancia con el fin de que crezcas sin un destino escrito y que, en caso de error, puedas volver a la seguridad del colchón familiar, relleno de confianza y comprensión, vacío de reproches: “Nunca un censor, nunca un crítico o un inquisidor, mucho menos un castigador o un carcelero, siempre una persona liberal, abierta, positiva, que aceptaba incluso como picardías inocentes nuestras faltas”.

Me quedo, sobre todo, con este agradecimiento de un hijo a un padre por haber hecho tan bien su labor en la crianza. Y me vienen a la memoria las bellas palabras de Natalia Ginzburg en “Los zapatos rotos”,  maravilloso relato metafórico donde la italiana ilustra cómo las raíces de la educación que recibes en la infancia salen a flote cuando la vida nos muestra su lado más duro: “Me ocuparé de que mis hijos tengan los pies siempre secos y calientes, porque sé que así tiene que ser siempre que sea posible, al menos en la infancia. Quizás para aprender después a caminar con los zapatos rotos, es necesario tener los pies secos y calientes cuando se es niño”.


[1] Pérez Priego, Miguel Ángel, Estudios sobre la poesía del siglo XV, Uned, 2004, Madrid, pp. 192-193.

Advertisement

Mi 8 de marzo

Feliz ocho de marzo, chicas. Disfrutadlo y festejadlo como se merece. Yo este domingo festivo me lo salto, si no os importa. Sería como celebrar el cumpleaños de otra persona, y eso obviamente no tiene mucho sentido. Hoy no es mi día, no me representa, los lemas de las manifestaciones no me pertenecen. Porque yo hace ya un par de años que dejé de sentirme mujer. No me malinterpretéis, tampoco me siento hombre, para nada. Es que ahora mismo mi cuerpo de mujer está partido en dos: una parte hace de madre, la otra hace de profesora. Y en estas facetas no me va mal, es más, me va fenomenal: tengo un hijo maravilloso y un trabajo que me fascina, de hecho, me parece un regalo que me paguen por enseñar italiano. Pero cuando no estoy ejerciendo de madre, ni estoy trabajando, en cuanto esas dos dedicaciones no están en funcionamiento mi parte de mujer no arranca, es como si se hubiera quedado sin gasolina, y en esos momentos mi sonrisa se desdibuja en un plis plas. Me veo como un mimo de cara blanca y finas cejas negras, boina a la francesa, camiseta de rayas y un par de tirantes, que es capaz de cambiar el gesto en un microsegundo, solo con el movimiento de una mano: ahora mi rictus es feliz, ahora mi rictus es triste. Subo la mano: feliz, bajo la mano: triste.

Me siento vieja y cansada permanentemente, las carnes dibujan curvas indeseadas, las casas descolgadas que no rellenan ni el sujetados más pequeño, varices, flacidez de la rodilla a la costilla. No me veo, en absoluto, atractiva ni por supuesto, sexi. Ese perfume embriagador que emanan las mujeres de pecho fresco y palpitante, arregladas, maquilladas, seductoras, solo se lo huelo a las demás. A mí ya no me rezuma. Aparte de mi cuerpo estropeado por la falta de cuidado y de ejercicio, mi rostro es el gran mapa de mis desventuras: pómulos hinchados, piel flácida, manchas marrones de señora mayor, arrugas en las arrugas. Pero lo peor son estas horribles ojeras gruesas y moradas como un par de berenjenas agarradas a mis pestañas. El socavón es tan hondo que parece que alguien me tira como en ventosa desde la parte final del cráneo; negras como las zanjas que se abren en el asfalto barato de las aceras, profundas como un pozo petrolífero que se hunde en la tierra. Lo peor de todo es que soy consciente de que he perdido el brillo en los ojos que siempre tuve. No sé dónde está. No lo encuentro. Y eso sí me hacía sentir bien. Haciendo memoria creo que mi identidad femenina se quedó en la taquilla del gimnasio la última vez que fui a hacer spinning hace muuucho muuuucho tiempo; y allí permanece, entre toallas húmedas, chanclas de piscina y botellas de plástico para la hidratación. He vuelto al gimnasio desde hace un mes, solo que ahora voy con el disfraz de madre, sin mallas ni deportivas ni camiseta elástica; y aunque las taquillas son iguales a las que usaba cuando hacía spinning: hay toallas, chanclas y botellas; esas taquillas, sin embargo, ya no son la misma taquilla para mí.

La pérdida de la libertad

Nadie te dice que cuando das a luz estás pariendo un semáforo en rojo. A mí ningún ser humano me lo advirtió, pero tranquilas futuras madres porque yo sí que os lo advierto a vosotras: olvidaos de vuestra vida como la habéis conocido. Es así. No hay casos de excepción. Se acabó la placidez de dormir a pierna suelta nueve horas, de salir a cenar o a bailar o a tomarte una copa sin preocupaciones en la cabeza, de viajar ligeras de equipaje, de soñar sin límites. Cuando tienes un hijo, el concepto de tiempo, de hora, de día cambia radicalmente. Y tú ya no eres el centro de nada, dejas de controlar tu existencia. Pasas a ser un satélite que se mueve en función de las necesidades de tu bebé y los horarios se borran, se diluyen, desaparecen. Vives en un presente eterno en la que cabe todo: alimentarle, calmarle, bañarle, acariciarle, dormirle,… es una rueda maléfica que te arrastra inexorablemente hasta convertirte en un amasijo de carne fofa que come algo cuando puede, se ducha de vez en cuando y duerme a trozos deshilachados que nunca te permiten descansar del todo. Te olvidas de que existes. Cuando el hijo crece y se va haciendo más independiente, empezamos a ver algo de luz divina por debajo de las rendijas de las puertas: ya puede comer como los mayores, deja de llevar pañal y va al baño solo, se entretiene con sus juguetes y no te reclama cada dos minutos. Suponen pequeños logros que te van permitiendo hacer las cosas de la casa más tranquila y con cierto desahogo, porque sabes que aunque te llame no se va a poner a llorar como un energúmeno desesperado solamente por el hecho de que no estás a su lado. El lenguaje les transforma en seres socializados, pacientes y respetuosos. Gracias a ello sustituyen el llanto por un “¿me ayudas mamá a abrir la caja?”, “¿leemos este cuento, mamá?”. Y la fregona que estabas usando en el cuarto de baño la empleas para recoger el manantial de babas orgullosas que cae de tus labios sonrientes por haber logrado traer a la vida a una criatura tan extraordinaria. Sin embargo, tu «yo» de siempre sigue sin estar ahí al cien por cien: no caben los hobbies, las escapadas improvisadas, las cenas sin prisa el sábado por la noche. Después con tres años empiezan el cole y parece que el tiempo empieza a estirarse más y más. Las mañanas comienzan de lunes a viernes puntualmente a las nueve y terminan exactamente a las dos, y en esa franja horaria te conviertes en una maratoniana etíope lista para cruzar la línea de salida como una bala en cuanto sales del cole y te metes en el coche con el objetivo de completar todos los deberes pendientes: hacer la compra, quizás en más de un sitio por la conveniencia de los precios, cambiar de talla las zapatillas del niño en el otro extremo de la ciudad, recogerle el libro en el quiosco para seguir con la colección de animales del bosque, volver a casa, colocar la compra, limpiar un poco, poner alguna lavadora, preparar la comida, echarle un vistazo a las clases de la tarde, poner la tele y ¡pam! Ya son las dos menos cuarto. Hay que ir a buscar al niño.

Algunas mañanas milagrosas alomejor solo tienes pendiente un par de tareas. Y ahí es cuando vuelves a recordar ligeramente el significado de esa conocida expresión popular llamada “tiempo libre”. Eliges un libro de la pila acumulada que tienes en el escritorio, te sientas en el sofá con una mantita y te dispones a disfrutar de un par de horas de lectura. Pero, oh oh, a los pocos minutos algo sucede. ¿Quién es esa persona que me empieza a arañar por dentro intentando salir al exterior? Tiene una voz incisiva y desagradable, me dice cosas despacio y pesadamente para que logre entenderla: ¿poooooor queeeeeeé estaaaaaaás ahiiiiíiii tumbadaaaaaaa ennnn vezzzz deeeee haceeeeerrrr alggooooooo produuuuuccctttiiiiiivvvooooooooo? Horror, ya llegó, ya está aquí: es la voz de mi odiado sentimiento de culpabilidad. Y se acabó el momento agradable de lectura. Me gustaría saber sinceramente de dónde sale esa vocecita espantosa, quién le ha dado forma, quién me la ha inyectado dentro. No la quiero. Qué se vaya lejos. Vete de mí. No obstante, ella sigue con su runrún, ahora más inquisitorial y directa: deberías de estar  haciendo algo por tu hijo en vez de ahí repantingada en el sofá, como comprarle unos calcetines o un pantalón, batirle un puré casero en lugar de esos tarros asquerosos que os venden a las madres vagas, preparle madalenas bio con el horno, limpiar las cortinas de toda la casa, quitar el polvo de las estanterías. No sé qué haces ahí tirada sin hacer nada.

Hay días que la tengo controlada, la encierro con llave y le digo: “no, hoy no, hoy no te voy a hacer ni caso”. Aún así, sabes que en cualquier acción tuya subyace una importante elección de vida, una dicotomía moral constante: cada movimiento se convierte en una deliberación, a veces con referéndum posterior y todo. Si te pones a leer no barres ni friegas el suelo, decide; si abres una revista significa que no vas al súper a comprar los yogures y la leche, piensa; si comienzas una serie en Netflix supone que no pones la lavadora y no planchas el chándal al niño, elige. Y ya ver una película entera en plataforma digital o en dvd significa no dar palo al agua en toda la mañana. Mal.

Esta diatriba diaria los padres no la sienten. Los padres habitan en planetas lejanos, mundos paralelos ajenos naturalmente a nuestra problemática. Ellos van y vienen, salen y entran sin remordimiento ninguno. Pero nosotras nos machacamos sin respiro por culpa del dichoso sentimiento con vocecita aguda. No es solo que tú te sientas fatal por desatender la casa, ya que se supone que es responsabilidad tuya, sino que además la sociedad te juzga despiadadamente por no cumplir con tus «obligaciones», alzando el dedo acusador a cada paso que das y que te aleja poco a poco del ejemplo de madre modelo, como aquellas norteamericanas de los años cincuenta, siempre efectivas, bien peinadas, perfectas. Pero tú si estudias una carrera aparte de trabajar y dejas al niño con tu madre para prepararte los exámenes, eres mala madre; si vas al cine cualquier día de la semana y dejas al niño con el padre, eres mala madre; si tardas dos horas en tomarte un café, eres mala madre; si pasas un día en Madrid con las amigas para desconectar, eres mala madre; si quieres ir al teatro los jueves para aderezar tu vida con un poco de cultura, eres mala madre. En fin. Creo que da igual lo que hagamos, siempre nos sentiremos o nos harán sentir malas madres.

La decisión

Debo confesar que estoy en la fase de que todo esto deje verdaderamente de importarme. Soy consciente de que la crianza requiere muchos sacrificios y el mayor, para mí, es no cultivar mi jardín personal e intransferible donde antes florecían reflexiones y experiencias cinéfilas, literarias, musicales y ahora solo florece la mirada limpia y cálida de mi hijo. Es cuestión de ser fuerte y esperar. Aguantar hasta el momento en que nuestros vástagos empiezan a poseer su mundo propio ocupado por compañeros del cole, fiestas de cumpleaños, actividades deportivas y deberes a media tarde. Supongo que entonces la vocecilla callará. Y yo podré dedicar varias horas a la semana a la escritura. Redactaré artículos, terminaré mis guías de Italia, publicaré mi primer libro. Miraré a los ojos de mi hijo cada noche pidiéndole permiso  en silencio para cumplir mis sueños, y él me responderá con una sonrisa cómplice de orgullo. Sabrá ver que su madre es feliz y eso revertirá en su felicidad. Crecerá  con la imagen de una persona que no se resigna a ser cuidadora y ama de casa, cocinera por obligación y planchadora sin devoción.

Lo dicho, chicas, salid a la calle y gritad fuerte por la igualdad. Dejaos las cuerdas vocales en frases rimadas por la paridad y la justicia. En mi caso, la manera de rebelarme frente a los muros que me frenan es contar lo que me pasa. Perdonad mi cobardía. A vosotras os pido un brindis por las mamis frustradas del mundo, tan infravaloradas y desaprovechadas como me siento yo.

Chín, chín.

PINK + BURBUNDY

Hi, everyone! Sorry for my absence but it’s impossible for me to update the blog as frequently as I would like to. Nevertheless, today I’m bringing you a very special and lovely outfit. It’s composed by two basic pieces: a pullover and cropped pants, so trendy right now, but the most special thing is the mixing in colours: pink and burbundy. I think the result is quite amazing and perfect for spring days. Don’t you agree with me? Let me know your opinion! Thank you!

Ciao a tutti! Come va? Mi dispiace ma non sono capace di aggiornare il blog così tanto come mi piacerebbe. La mancanza di tempo è il mio peggiore nemico. Nonostante tutto, oggi vi mostro un look molto speciale e carino. È composto da due capi basici: un maglione e pantaloni crop, molto di moda adesso. Ma la cosa più bella è il mixing di colori: rosa e rosso granate. Mi sembra una mescolanza incredibile e perfetta per la primavera. Che ne pensate? Fatemi sapere la vostra opinione. Grazie mille!

¡Hola a todos! Perdonad mi ausencia pero me resulta imposible actualizar el blog tanto como me gustaría. Sin embargo, hoy os traigo un look muy especial. Está compuesto de dos piezas básicas: un jersey y unos pantalones crop, tan de tendencia en la actualidad. Pero la cosa más llamativa es la mezcla de colores: rosa y granate. Creo que el resultado es chulísimo y perfecto para los días de primavera. ¿Qué os parece? Dejadme vuestra opinión. ¡Gracias por pasaros!

dav

FOR THE COLD

dav
dav
And suddenly, the cold arrived. What to wear after dresses and short sleeves? It’s difficult to change so quickly your daily fashion options: from skirts to thick pants, from thin jackets to coats. Now it’s time to wear layer after layer. As you can see, that day I chose a good pullover to keep me warm and a black leather jacket. I just love it! It goes with everything. Do you like the result?

E all’improvviso, il freddo arrivò. Che indossare dopo i vestiti e le maniche corte? Non è facile cambiare completamente le tue scelte per vestirti: dalle gonne ai pantaloni grossi, dalle giacche fine ai cappotti. Adesso è tempo di mettere strato d’abbigliamente dopo strato. Come potete vedere, per questo giorno ho scelto un bel maglione di lana per mantenere il caldo e una giacca nera di pelle. Semplicemente la adoro! La puoi abbinare a tutto! Che ne pensate?

Y, de repente, llegó el frío. ¿Qué llevar después de vestidos y mangas cortas? Es difícil cambiar tan rápidamente tus opciones para vestir: de las faldas a los pantalones gruesos, de las chaquetas finas a los abrigos. Ahora es tiempo de ponernos capa sobre capa. Como podéis ver, ese día elegí un buen jersey de lana para mantenerme caliente y una perfecto negra de piel. ¡Es maravillosa! Va bien con todo, absolutamente todo. ¿Qué os parece el look?

GORRA: Asos

CAZADORA: Mango

PANTALONES: Zara

JERSEY: H&M (old)

SNEAKERS: Adidas Superstar Originals